Apoyada de brazos en el balcón, la solterona doña Teodolinda,contemplaba el pequeño jardín que se extendía ante su hotel.A la luz débil de aquel atardecer otoñal,
las siluetas de los árboles destacaban en el fondo de un empalidecido cielo.
A veces, bruscas ráfagas de viento movían las ramas haciendo desprenderse las hojas,
ya marchitas, que caían revoloteando como obscuras mariposas,
yendo a posarse entre las hirsutas ramas de los arbustos del jardín.
Y así como los pájaros, presintiendo la noche cercana, acudían a refugiarse en las espesuras del boscaje, en aquella hora silenciosa y nostálgica del crepúsculo,
acudieron a la mente de la solterona sombríos pensamientos, sumiendo su siempre
alegre y sereno espíritu en el lago profundo de la melancolía.
Y contemplando como al caer de las hojas, perdían los árboles la belleza
lozana que allá en los tiempos primaverales lucieran, pensó con tristeza
infinita en su, poco a poco, perdida hermosura; y en sus tiempos de esplendor, de alegrías, de amorosas ilusiones, ¡de juventud! .
Y resucitando en su mente el ya lejano ayer, recordaba los paternales
cuidados; los deseos cumplidos; los admiradores galantes; los apasionados celosos de cuantos rendían homenaje a sus gracias. Y al rememorar
el dichoso pasado,n se lamentaba
de la soledad en que, voluntariamente, se había recluido;
y un lúgubre y cruel pensamiento la atormentaba.
La idea de que el día en que muriese no habría ni un ser querido que, pesaroso,
la acompañase en su viaje postrero, la hizo estremecer, pensando en lo ¡sola!
que haría la última jornada... Y vivamente impresionada ante la visión
desconsoladora, demudada y pálida, acometida por un terror extraño,
entró rápida en su gabinete, cerrando brusca, tras de sí
las puertas cristaleras del balcón.
Más serena ya en el ambiente sedante de su habitual estancia, procuró distraerse evocando el pasado venturoso; y sentada ante un legítimo vargueño, a la
amable luz de una velada lámpara, fue sacando de
la cajonería del viejo mueble ¡cosas! que allí conservaba desde los
floridos días juveniles, y de las que hasta aquel instante no se había
vuelto a acordar. Y salieron nuevamente a la luz cartas, rizos, llores, anillos, retratos ¡todo el tesoro de lo que fueron sus amores!
El corazón le latía con violencia al desatar las ya pálidas cintas de colores
de los paquetes de cartas, que, palpitante de emoción, fue una tras
otra leyendo. Estaban todas; desde la de aquel casi un niño, que, tímido,
le declaraba su amor primero, hasta la del enamorado vehemente e impetuoso,
que se mostraba casi iracundo, en el fuego de su pasión.
Había de poetas que la invocaban como a su divina musa; de pintores que,
reconocidos, la consideraban causa de su inspiración; de militares dispuestos
por ella a las más atrevidas empresas; de viejos que ante su vista decían
sentirse rejuvenecidos; de románticos atormentados por su ideal amor.
¡Y ávidamente las iba leyendo todas, y ante el desfile de amorosas
y tiernas palabras, fue reviviendo hasta en sus menores detalles los pasados
días de amor, de esperanzas, de incumplidas promesas
y sus ojos fueron poco a poco nublándose y, al desaparecer de su vista los amados renglones, surgió un sollozo desde lo más hondo de su corazón!
Largo rato permaneció angustiada ante sus recuerdos amorosos,
cuando una súbita y extraña idea la hizo sonreír, a pesar de tener
aún los ojos arrasados en lágrimas.
Y, afirmándose en su pensamiento, enjugó su llanto,
y comenzó a ordenar las cartas por el tablero del vargueño esparcidas.
Poco a poco fue serenándose acariciando la realización de aquello
que tan de pronto se le había ocurrido. ¿Por qué no?
La cosa no era imposible ni mucho menos.
Todo consistía en averiguar los domicilios de los que fueron sus rendidos amadores. Algunos habían ya fallecido; otros vivían en distinta población;
pero ¡como fueron tantos! le constaba que vivían en la ciudad los bastantes
para lograr su objeto. A éstos les escribiría. La misma rareza de su nombre
les ayudaría a recordarla a pesar de los años transcurridos, y,
¿quién sabe si acudirían a su llamamiento?
Y doña Teodolinda desplegando su sutil ingenio, y apelando al caudal de sus amorosos recuerdos, desde aquella noche comenzó a
escribir cartas a sus ya viejos amadores. A cada uno le decía, según su
temperamento y condición, lo que más pudiera agradarle,
halagando sobre todo su vanidad donjuanesca, esa vanidad de la que no se libran ni los más pobres hombres.Elogiaba también en los artistas, sus obras.
Les citaba, a los poetas, estrofas de las que ellos
consideraban sus insuperables poesías. A los militares, sus casi siempre más
de lo debido ponderadas hazañas; y a todos les juraba que en el transcurso de los años,
en que ni se habían visto, había ella vivido consagrada al
recuerdo del amor, de su amor, que fue el único verdadero de su vida.
Con los casados exageraba la nota, mostrándose envidiosa de la compañera, por ellos tan escrupulosamente elegida, y por la que su vivir sería una continua sucesión de horas dichosas; de esas horas por ella tan anheladas y perdidas, por no haberle él hecho la ofrenda de su amor .
¡Y al final de cada carta, en una súplica emocionante, les rogaba encarecidamente, ya que ¡ingratos! en vida le negaron tanta felicidad, la acompañaran, al menos, en el día de su muerte, hasta el sagrado lugar del eterno reposo!.
Y doña Teodolinda, a pesar de la fatídica terminación, cada vez que
finalizaba una de las carlas, sonreía, mientras cuidadosa y
con clara letra ponía en el sobre el nombre del destinatario.
Pensando en la eficacia de su sutil y halagadora palabrería,
sentíase esperanzada y se decía interiormente:
¡lrá! ¡Ya lo creo que éste irá!
Y la lástima para ella fue el no verlo.
La Divina Providencia, como si no hubiese estado esperando
para ello más que doña Teodolinda escribiese sus epístolas,
a los pocos días de terminada la tarea, le ofrendó un dulce mal,
con el que alcanzaría pronto una buena muerte.
Y la solterona, sintiéndose morir, despachó su postrera correspondencia,
disponiéndose resignada a recibir la visita de la que no perdona
La "intrusa", sin embargo, hízose esperar aún varias semanas;
mas al fin llegó, y se llevó, en su compañía, aquella alma
buena y sentimental a los elíseos campos
El pequeño jardín del hotel de doña Teodolinda aparecía invadido por graves señores enlutados, que esperaban la hora del entierro.
Cada uno de los cuales, en su presunción varonil, creía ver en los otros concurrentes simples amigos de la muerta. Porque ninguno
dudaba ser él solo ¡el único amor!, nunca olvidado, de aquella mujer,
que ahora se les representaba a través de los velos del recuerdo, embellecida por el tiempo transcurrido y sublimada con todas las perfecciones que imaginamos poseen aquellos que ya no volveremos a ver jamás.
¡Cuánto lamentaban los poetas haberse olvidado de la que
fué su preclara musa! Y se enorgullecían al pensar en que, hasta en sus últimos momentos, recordaba sus inspiradas estrofas ...
Los casados que, después de mucho elegir mujer, se sumergieron al fin con una en la realidad prosaica de la vida, se arrepentían de no haberlo hecho con aquella que, ahora creían hubiera sido la ideal esposa que los deseos de cada uno se imaginaba ...
Romántico hubo que se desesperó de haberse alejado de la que,
en aquel instante, tenía la certeza, fue la encarnación real de sus ensueños.
Dolíanse todos de haber truncado su vida, que con aquella mujer hubiese
sido muy otra, y sintiendo un inconfesado rencor contra ellos mismos,
tendían imaginariamente sus manos suplicantes hacia el fantasma
de la felicidad por siempre desaparecido.
Y fue que la solterona, inconscientemente, hizo con sus carta reverdecer en lo más íntimo de cada uno las ansias infinitas de una dicha jamás lograda; por lo que su nombre amable, al ser pronunciado después de tantos años, despertó en aquellos hombres el deseo
de ser amados infinitamente. ¡Y encontrándose, ya en la vejez, en el
desconsuelo de sus vulgares existencias, lloraban desolados el bien perdido!
Y el entierro indiferente que temía doña Teodolinda, tuvo un cordial
y lucido cortejo de hombres que marchaban tras el féretro,
silenciosos, entristecidos, meditabundos!
¡Y era que los que iban tras de la fenecida solterona,
rendían, sin saberlo, un postrer homenaje a la fortuna incierta
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