Saturday, March 12, 2016

El agua amarilla


Un rey que había llegado a ser rey siendo aún muy joven,
se había enamorado de la hija de uno de los guardas
que cuidaban de las tierras que pertenecían al palacio. 

Este guarda tenía su casa dentro de los límites 
de los jardines de palacio y
por eso el rey acostumbraba a pasear por ellos con la
esperanza de encontrarse con la muchacha que él quería, pero nunca 
conseguía verla a solas y tenía que conformarse con contemplarla,
a ella y a sus dos hermanas, por entre los pocos huecos que dejaba el 
tupido seto que rodeaba la casa.

Así pasaban los días y el espíritu del rey 
oscilaba entre la ansiedad y la melancolía.

Una de las veces en que entretenía el tiempo mirando 
a través del seto, vio que las tres hijas del guarda
 estaban a la puerta de su casa cosiendo tranquilamente.

Entonces el rey aguzó el oído y pudo escuchar esta conversación:

Ay, cuánto me gustaría poder casarme con un joven guapo 
que tuviera el oficio de panadero, porque así tendría el pan asegurado 
para mí y para mis hijos durante toda la vida
-eso lo dijo la mayor de las hermanas.

Pues a mí -dijo la mediana- me gustaría casarme con 
un cocinero joven y guapo, porque entonces
tendría pan y comida para toda la vida.

Y entonces oyó decir a la pequeña, que era a la que él amaba:

-Pues yo no quiero ninguno de esos dos maridos, porque yo lo que 
quisiera es casarme con el rey -y lo decía a sabiendas de 
que eso era imposible.

Y el rey que lo oyó, rodeó el seto tras el que las observaba,
se presentó delante de las muchachas y les dijo:

He escuchado vuestros tres deseos y, cuando queráis, yo me ocupo 
de que se celebren esas tres bodas en el palacio. Tú -dijo dirigiéndose
a la mayor- te casarás con mi panadero; tú -dijo dirigiéndose a la mediana- 
te casarás con mi cocinero; y tú -añadió dirigiéndose a la pequeña- 
te casarás conmigo, porque yo soy el rey y tú eres la elegida de mi corazón.
Las tres hijas del guarda, aunque le encontraban muy guapo y apuesto, 
pensaron que era uno de los servidores del rey y se rieron de él, 
pero entonces llegó el padre, que reconoció al rey, y las tres 
comprendieron que era cierto lo que había dicho.

Así que se casaron muy alegres y contentas las tres.

Pero al poco tiempo, la envidia empezó a hacer nido en el corazón 
de las dos hermanas mayores, hasta el punto de que acabaron odiando a
muerte a la más pequeña por esta causa.

Pasó el tiempo y, a punto de cumplirse el año desde el día de la boda,
la reina dio a luz a un niño. Las hermanas, cuya envidia no 
había hecho sino crecer, aprovecharon un descuido, le robaron 
al niño, lo pusieron en un cestillo y lo echaron al río con la esperanza 
de que se ahogase. En su lugar, presentaron al rey una canastilla
hermosamente adornada, con un

cachorro de perro recién nacido envuelto en su interior,
y le dijeron al rey que lo había parido su hermana.

El rey, aunque la amaba mucho, se llevó un disgusto tan grande
que decidió repudiarla, pero sus consejeros le convencieron
de que no lo hiciera, pues no sabían lo que aquello significaba.
De modo que el rey decidió esperar y se reconcilió con la reina.

Entretanto, el cestillo en el que habían puesto al niño navegó 
por el río a lo largo del valle hasta que quedó varado en un remanso 
y allí fue donde lo encontró uno de los guardas del rey que vivían
más alejados de palacio. Y como este guarda estaba deseando
tener un hijo, pues su esposa era estéril, lo recogió y lo llevó 
a su casa, donde la mujer lo recibió con enorme alegría y acordaron criarlo 
sin decir a nadie cómo lo habían encontrado.

Y sucedió que la reina quedó nuevamente embarazada.

Las hermanas, que la odiaban aún más porque su plan no había salido 
como esperaban, resolvieron volver a hacer lo mismo, confiando en
que esta vez su plan sí que daría resultado, y cambiaron al niño por un 
cachorro de gato recién nacido y se lo presentaron al rey. El rey, esta vez,
sí que se puso furioso y quería matar a la reina, pero los consejeros
le dijeron de nuevo que no lo hiciera, pues la naturaleza se manifestaba 
a veces de manera extraordinaria y aquel nuevo suceso les parecía aún 
más misterioso que el anterior, por lo que se hacía necesario esperar, 
al menos una vez más, antes de decidir que la reina era culpable.
Y el rey lo aceptó a regañadientes.


Las hermanas, como la vez anterior, habían echado al niño al mismo
río en un cestillo y este cestillo fue el que se encontró el mismo guarda, 
que le pareció un regalo del cielo y se apresuró a llevárselo a su mujer
para que lo criara también, pues de este modo ya habían conseguido dos hijos.

La reina quedó nuevamente embarazada y, un año más tarde,
dio a luz a una niña. A las hermanas les faltó tiempo para hacer 
con la criatura lo mismo que con sus hermanitos, pero no habiendo encontrado
cachorro ni de perro ni de gato, pusieron en la canastilla un pedazo de 
corcho untado en sangre y echaron a la niña al río en otro cestillo. 
Y sucedió que el mismo guarda volvió a encontrarlo y, al ver que esta
vez era una niña, se volvió loco de contento y se apresuró a llevárselo a
su mujer para que la criara.

Entretanto, el rey, que ya no quiso oír a sus consejeros, mandó hacer una
jaula de hierro, encerró en ella a la reina y ordenó que durante el día colgasen
la jaula a la puerta del palacio para que, todos los que entraran o salieran
de él, hicieran burla de ella y le echasen comida como a los animales,
y a la noche la guardaran en las caballerizas.
Pasó el tiempo y los niños fueron creciendo en el hogar del guarda que los
recogió y ni él ni su mujer dijeron nunca nada a nadie sobre el origen
de los niños, de forma que todos los que los conocían los tenían por
sus hijos naturales. Pero un día murió el guarda y la guardesa hubo de 
mudarse a una casa más alejada y más pequeña, en la linde del bosque, 
que era también del rey. Y cuando la niña cumplió quince años murió la
guardesa y los niños quedaron huérfanos. Entonces ella tomó las riendas 
de la casa y la organizaba y mantenía mientras los hermanos sacaban dinero, 
de la caza unas veces, otras veces de jornal, para mantenerse los tres.

Hasta que, un día, una vieja se acercó a la casa y estuvo hablando 
con la niña, mientras los hermanos se encontraban fuera, 
y al término de la conversación le dijo:

No seréis felices mientras no tengáis estas tres cosas: 
al agua amarilla, el pájaro que habla y el árbol que canta.

La niña quedó preocupada y confusa y cuando volvieron sus hermanos
les contó lo que le había dicho la vieja. Entonces el mayor le contó 
que ellos también habían encontrado a una vieja que estuvo hablando
con ellos y al final les entregó un espejo y un cuchillo advirtiéndoles que,
cuando el espejo se empañara o el cuchillo se manchara de sangre, 
querría decir que su dueño se encontraba en gran peligro.

Conque el mayor decidió ir a buscar las tres cosas que dijo
la vieja y, antes de ponerse en camino, entregó el cuchillo a 
sus hermanos y se metió en el bosque.
Después de mucho caminar, vio a un ermitaño a la puerta de su ermita 
y decidió preguntarle si sabía dónde se encontraban el agua amarilla, 
el pájaro que habla y el árbol que canta. El ermitaño le contestó 
que sí lo sabía, pero que todos los que buscaban estas tres cosas 
quedaban encantados y no volvían jamás.

El hermano mayor le contestó que él estaba decidido a conseguirlas
y entonces el ermitaño le dio una bola con estas instrucciones:
que cuando viera que el camino iba cuesta abajo, la dejara rodar,
que se detendría sola ante un monte, que subiera ese monte
y que nunca volviera la cara atrás.

El muchacho cogió la bola y, cuando vio que el camino descendía,
hizo lo que el ermitaño le había dicho y empezó a subir el monte,
pero a mitad de la subida oyó unas voces que le llamaban, 
volvió la cara y se quedó convertido en piedra.

Los otros dos hermanos estaban pendientes del cuchillo y, de pronto, 
vieron que éste se llenaba de sangre.
Entonces dijo el segundo hermano: -Esto es que mi hermano mayor
está en peligro, así que voy en su auxilio.
Entregó su espejo a su hermana y se marchó por el bosque.
Después de mucho caminar, encontró la ermita y preguntó al
ermitaño lo mismo que su hermano y el ermitaño le entregó
otra bola y le dio las instrucciones, pero al muchacho le sucedió 
exactamente igual que a su hermano y quedó también convertido en piedra.

La hermana, que estaba mirándose en el espejo, vio de pronto cómo éste 
se empañaba y se ponía turbio y comprendió que su segundo hermano
también se hallaba en peligro, por lo que resolvió ponerse en marcha
y se internó en el bosque.

Cuando llegó a la ermita, preguntó al ermitaño:
¿Ha visto usted pasar por aquí a dos mozos con tales y tales señas?
Y dijo el ermitaño:
¿Dos mozos que iban buscando el agua amarilla?
Ésos son -contestó ella.

Pues a los dos les dije lo que te digo a ti, que tomes esta bola y,
cuando veas que el camino va cuesta abajo, eches a rodar la bola, 
que se parará sola ante un monte; entonces sube a lo alto sin volver 
la cara, porque en lo más alto del monte está el pájaro que habla y, 
cuando le pongas la mano encima, ya podrás mirar atrás sin peligro.

Entonces ella le pidió una bola y también un poco de tela para taparse
los oídos y echó a andar y fue haciendo todo lo que le decía el ermitaño.
Como se había tapado los oídos con los pedacitos de tela no oyó las
voces que la llamaban, y así llegó a lo alto del monte, donde vio un pájaro
y le puso la mano encima; entonces el pájaro habló:

¡Una mujer me tenía que coger! -dijo.

Y la muchacha le acarició dulcemente y le habló con mimos y después 
le preguntó por el agua amarilla y el árbol que canta y el pájaro, satisfecho,
le explicó dónde se hallaban y también le explicó que si regaba con agua 
amarilla las piedras en que se habían convertido sus hermanos,
los desencantaría.
La muchacha cortó una rama del árbol que canta, llenó un cantarillo 
que llevaba con el agua amarilla, humedeció la rama en él y con ella 
roció las piedras y desencantó a sus hermanos. Entonces se volvieron tan 
contentos a su casa, donde plantaron la rama del árbol. Y la rama prendió
y empezó a crecer y de cada hoja nueva que brotaba salían cantos como si el árbol estuviera lleno de avecillas.

Al otro día, los dos hermanos fueron de caza, para buscarse el sustento,
y se encontraron con el rey, pero no le reconocieron porque nunca le
habían visto, de tan aislados como habían vivido.

Así que departieron con el rey y éste encontró tan agradables a los 
muchachos que los invitó a comer.

Ellos se lo agradecieron de todo corazón, pero le dijeron que no
podían dejar a su hermana sola, y entonces dijo el rey:
Pues que se venga ella también.

Y fueron a buscarla y luego a comer con el rey. Al entrar en el palacio
vieron a una mujer en una jaula que les causó lástima, pero por prudencia
no quisieron preguntar nada. Después de comer, el rey les enseñó el palacio y los jardines y, cuando se despidieron, suplicaron al rey que accediese a ir a comer con ellos a su casa, para corresponderle de alguna manera, a lo que el rey accedió de buena gana. Y al salir de palacio vieron de nuevo a la mujer en la jaula y se les encogió el corazón.

Así que regresaron a su casa, empezaron a pensar qué le darían de comer al rey y estaban discutiendo entre ellos cuando oyeron al pájaro que habla que decía:

Ponedle pepinos rellenos de perlas.
¿Qué dices? -replicaron ellos, atónitos.
Ponedle pepinos rellenos de perlas.

¿Y dónde vamos a encontrar nosotros unas perlas? -respondieron ellos.
Y les dijo el pájaro:
-Al pie del árbol que canta hallaréis una arqueta llena de perlas.
La buscaron y, efectivamente, allí estaba.

Conque, al día siguiente, llegó el rey, acompañado por 
alguno de sus consejeros como tenía por costumbre.

Se sentaron todos a la mesa que los hermanos habían 
preparado con todo esmero y la muchacha sirvió de
primer plato los pepinos. El rey partió uno y, al ver las perlas,
dijo en voz alta, mostrándolo a sus consejeros:

¿Dónde se ha visto comer pepinos con perlas?
Y el pájaro que habla dijo entonces:
¿Y dónde se ha visto que una mujer pueda parir un perro, un gato y un corcho?

Y todos se quedaron admirados al escuchar esto; y dijo el rey:
¿Pues qué sino eso fue lo que parió la reina?
Y volvió a hablar el pájaro:
-A los tres muchachos que tienes delante.
La muchacha, que oyó esto, le dijo al pájaro:
-¿Es que la guardesa no era nuestra madre?

Y el pájaro contestó:

 Vuestra madre verdadera es la mujer que está en una jaula,
que es la reina; y las hermanas de la reina, por envidia de verla
mejor casada que ellas, os cambiaron a cada uno por una cría 
de perro, una de gato y un pedazo de corcho y a vosotros 
os arrojaron al río en un cestillo.
Entonces el rey se levantó, y con él sus consejeros,
llenos de asombro por lo que acababan de saber, y el rey abrazó a los
hermanos con gran alegría de saber que sus tres hijos vivían y mandó 
a sus consejeros a palacio inmediatamente para que descolgaran a la reina y le anunciaran que volvía con sus hijos, por lo que esperaba su perdón.
Y por las mismas, encargó que prendieran a las hermanas y las
encerraran en la misma jaula donde la reina había estado. 
Y dicho esto, abrazó de nuevo a sus hijos con lágrimas en los
ojos y volvieron todos a palacio, donde fueron felices como
la vieja les había predicho.