Desde que era un niño, mi padre me arrastraba a una librería de segunda mano que odiaba con toda mi alma. Para mí, esos libros eran solo un montón de letras aburridas y ya habían montones de libros feos y viejos que se acumulaban en el estudio de la casa como montañas de polvo olvidado. Cada visita era una tortura y no entendía cómo mi padre podía pasar horas allí, sonriendo todo el rato, como si hubiera encontrado el paraíso.
Pasaron los años y con ellos seguía la obligación de acompañar a mi padre a la librería. Aunque seguía considerando que esos libros no eran más que trastos inútiles, una tarde, en la que estaba aburrido como de costumbre, decidí hojear algunos de los títulos que mi papá ya había apartado con cariño en una pequeña pila. Fue entonces cuando todo cambió.
Descubrí que detrás de esas portadas desgastadas y hojas amarillentas, habían historias mucho más fascinantes de lo que jamás hubiera imaginado. Me quedé atrapado en una novela de misterio que me ayudó a entender por qué mi padre amaba tanto esos libros.
Mis visitas a la librería ya no eran solo un deber, sino una oportunidad para descubrir tesoros escondidos en los rincones más insospechados. Empecé a ver esos libros no como objetos estorbosos, sino como pasaportes a otros mundos y épocas. Y me di cuenta de que el estudio de mi padre, con sus montañas de polvo y libros envejecidos, era en realidad un rincón mágico lleno de historias por descubrir.
Así que, poco a poco, empecé a comprender la pasión de mi padre por la lectura. Descubrí que no importa cuán viejos sean los libros, siempre tienen algo valioso que ofrecer. Ahora, en cada visita a la librería con mi padre, él está feliz de dejarme escoger algunos libros que me llamen la atención.
Creo que él siempre supo que esto pasaría en algún momento así que nunca desistió de acercarme a los libros, aunque nunca me obligo a leer. Es la persona más lista que conozco y ahora me siento más cercano a él.
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