En un cajón hay un puñal.
Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado;
Luis Melián Lafinur se lo dio a mi padre,
que lo trajo del Uruguay;
Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él;
se advierte que hace mucho que lo buscaban;
la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera;
la hoja obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales;
los hombres lo pensaron y lo formaron para un fin muy preciso;
es, de algún modo eterno, el puñal que anoche mató un hombre en
Tacuarembó y los puñales que mataron a César.
Quiere matar, quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas,
interminablemente sueña el puñal con su sencillo sueño de tigre,
y la mano se anima cuando lo rige porque el metal se anima,
el metal que presiente en cada contacto
al homicida para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe,
tan apacible o inocente soberbia, y los años pasan, inútiles.
Jorge Luis Borges
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